jueves, 27 de enero de 2011

En la batalla

Respiración acelerada.

Una gota de sudor frío recorre mi espalda de un latigazo, hasta anidar en mis entrañas.

Hay nerviosismo.

¡Es la guerra!.

La vista ocupa mi primera línea de combate. 
Una legión de formas curvas imposibles van saliendo poco a poco a su encuentro.

Necesito refuerzos.
Lanzo el ataque del gusto y al tacto. 
Juntos son más poderosos.

La suavidad de su piel; la dureza de sus pechos; el calor húmedo que emana de su interior...
La vista se me nubla y no acierto a ver el primer zarpazo.

Como dos felinos enjaulados, luchamos por dominar el minúsculo territorio. 
Esta vez gana ella, ¿o he ganado yo?. 
No importa. El desenlace es el deseado.

Se hacen fuertes los olores. Me envuelve una atmósfera de aromas dulces y óxidos.
Olores primarios. Sin aditivos.
Huele a sensualidad y prohibición. A religión y carne.

Enloquezco.
Descontrolado, lanzo mi ataque más poderoso. Estallan entonces los sonidos, que dan cuenta de la dureza del combate.

Con todas mis fuerzas, con mis cinco sentidos excitados, odio y amo, gimo y grito, acaricio y desgarro hasta darme la vuelta por completo. Hasta el estallido final, donde los soldados de ambos ejércitos se confunden.

Ya no hay lucha. Llega la calma.

En el manso momento, firmamos una tregua abrazados.
Con los ojos cerrados y el enemigo entre mis brazos, comienzo a planear la siguiente batalla.

La guerra aún no ha terminado.





  

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